Aprender a luchar sin ilusiones

*Por Ana Puhl
La conciencia respecto al mundo en el que vivimos y el rol específico que nos toca jugar en él está cada vez más en el centro de todos los debates, por lo menos en aquellos con alguna pretensión de seriedad. En los último años hemos sido, no sólo testigos, sino partícipes de una rebelión feminista que ha hecho tembrar los simientos del patriacado, un sistema que oprime a las mujeres y dicidencias. El cuestionamiento a los mandatos sociales de maternidad y cuidado para las personas con capacidad de gestar, surgieron (o re-surgieron) sobre la base de su consecuencia más terrible, la violencia. El visceral hartazgo de la violencia constante que sufrimos en distintas formas y grados, y el rechazo absoluto a su máxima expresión, los femicidios, explotó.
Cuando ocurrió el femicidio de Micaela ya hacía dos años de aquel “Ni una menos” en el que millones nos empezamos a encontrar en las calles auto-convocadas, sin líderes, ni dirigentes, y con una consigna clara y sostenida: “Vivas nos queremos”. Consigna que no quedó confinado a lo doméstico (como llaman los Economist a los territorios nacionales de explotación, ¡vaya palabra para las mujeres!) sino que atravesó fronteras. En este marco, y ante el total repudio público que tomó el caso puntual de Micaela, como testigo de muchos otros casos, que siguen ocurriendo a pesar del aumento en la calidad y cantidad de los debates, es que desde el Estado se aprueba la Ley Micaela.
El objetivo de la Ley es capacitar en temáticas de género y violencia contra las mujeres a todas las personas que se desempeñan en la función pública, tanto en poder Ejecutivo, como en el Legislativo y Judicial. Asume, según sus fundamentos, la responsabilidad de los femicidios y el compromiso al firmar la Convención Interamericana erradicar la violencia contra la mujer. Cabría esperar entonces que a mayor “concientización” de las temáticas de género menor el número de femicidios. Pero las estadísticas están lejos de mostrar esa esperada relación proporcionalmente inversa.
Es que hecha la ley hecha la trampa, pero no en el sentido de la falta de reglamentación o de tiempos en la aplicación o alcances de las personas, sino en tanto que, las instituciones que reproducen la violencia de género no pueden formarse a sí mismas en contra de esa violencia, es un absurdo en sí. La trampa está en generar la ilusión de que de esta forma se termina con la violencia de género, desconociendo el fundamento real de la problemática.
Es que la violencia es el resultado de un sistema patriarcal sobre el que se monta el capitalismo para ejercer la exploración de clase. La ganancia empresaria es trabajo no pago en el mercado y trabajo no pago doméstico, de aquí los roles y la asignación de privilegios. El sistema que configura el mundo en el que vivimos necesita que la impotencia por la explotación sufrida en el trabajo, se traslade en forma de violencia en el hogar, para que no se vuelva contra sí en forma de lucha organizada.
Por eso pensar en terminar con el patriarcado sin terminar con el capitalismo es pura fantasía. Y pensar que el Estado, orquestador de las tensiones de clase y ahora también de género, en favor de las ganancias empresarias, va a ayudarnos, es pura ingenuidad. Alcanza con mirar lo que ha pasado históricamente con las leyes laborales para encontrar un espejo de lo que implican las leyes en torno a temáticas de género.
La conciencia de la opresión de género será completa si está acompañada de la conciencia de clase y la conciencia de clase será total cuando esté acompañada de la conciencia de género.
Aprendamos a luchar sin ilusiones, pero con alegría, con la alegría de saber que desde abajo y auto dirigiéndonos, la libertad será nuestra y real.