Del “Ni una menos” al “Si no vuelvo, rompan todo”
*Por Ivana Cantarella (docentes de AyL)
Difícil hablar del femicidio de Úrsula sin empezar redundando en lo redundante: primero fueron las denuncias previas de la ex pareja del femicida (no sólo por violencia de género, sino también por violar a su sobrina), después vinieron las denuncias que la Justicia –siempre sorda del mismo oído– nunca escuchó (tanto de Úrsula, como de su madre), luego llegaron los pedidos de detención (uno rechazado y otro sin respuesta), y hasta se llegó a la ruptura de la única perimetral que se pudo conseguir.
Todo esto viene a demostrarnos ya no la responsabilidad del Estado en tercera persona (en tanto garante de derechos y obligaciones), sino su culpabilidad en primera persona, en la que la Policía (su brazo represivo) y la Justicia (su cabeza ideológica) jugaron sus roles tradicionales, siempre al servicio de que todo siga igual. Porque, en lo que tiene que ver con este tema, el paso del tiempo lo único que cambia es la cantidad de horas entre un femicidio y el siguiente, que a veces es un poco más y a veces un poco menos, pero siempre se mantiene cerca de la trágica estadística de un femicidio diario.
¡Vaya sorpresa después de todas las cosas que supimos conseguir! Tal es la potencia del movimiento de mujeres, que las demandas que exigimos millones en las calles han tenido que obligadamente ser tomadas por el Estado. Esto es así a tal punto, que los reclamos ascendieron al mismísimo rango ministerial. Así es que hoy las mismas instituciones que reproducen el patriarcado se nos presentan embellecidas con el Ministerio de la Mujer, que se encarga, entre otras cosas, de capacitar en cuestiones de género a los funcionarios públicos, según lo establecido por la Ley Micaela.
¿Cómo pensar entonces lo que pasó? En los hechos, aquellas instituciones, supuestamente encargadas de velar por los intereses de la población, no son más que las fachadas de la estafa. El ejemplo conocido es el Ministerio de Trabajo, que se encarga sistemáticamente de obligarnos a aceptar condiciones de trabajo cada vez más apremiantes. Y, así como el Ministerio de Trabajo se ocupa de empobrecernos, el Ministerio de la Mujer se dedica a intentar mantenernos lo más calladas que sea posible, mientras el Estado sigue reproduciendo el patriarcado (cosa que cada femicidio viene a recordarnos). Es una diferencia de forma y no de contenido en todo este andamiaje institucional: la misoginia del Estado llega a tal punto, que todo cambio implementado desde arriba no tiene otro objetivo que el de buscar que todo siga igual. Igual de bien para ellos, igual de mal para nosotras.
Pero la lucha sigue, y en todo este tiempo la rebelión feminista, autoconvocándose desde abajo y sin dirigentes, ha conseguido arrancarle al Estado –a este Estado tan fusionado con la Iglesia– más de una exigencia. Pero claro que esto no es suficiente, porque el Estado está ante todo al servicio de la ganancia empresaria, la cual se vería profundamente cuestionada si la mujer dejara atrás su rol de ciudadana de segunda a cargo de todo el trabajo gratuito que el sistema mantiene en el ámbito privado. Ése es el porqué de todos estos artilugios para acallarnos y conformarnos con burbujas en el aire, artilugios que van a seguir apareciendo mientras el sistema siga en pie. Lo que sí podemos decir es que toda la experiencia hasta aquí conseguida y todas las discusiones ganadas en las calles, tienen que pasar de lo cultural a lo material: sólo si nos auto-organizamos desde abajo y sin dirigentes y como parte de la clase trabajadora, es que podemos dar ese salto. Porque, si el Estado es capitalista y el capitalismo es patriarcal, debemos terminar con ambos; si no, no vamos a poder terminar con ninguno, y habremos convertido nuestra lucha en una ilusión.