Memoria
*Por Gustavo Pedulla (docentes de AyL)
Pablo saludo a su mamá y salió para la escuela. Peleaba por el boleto estudiantil. Tantas tardes volvió menos una.
Tatiana y Mara tenían una cuna que las esperaba, pero nacieron entre trapos en cautiverio. Durante muchos años les negaron la identidad.
Isauro daba clases en Tucumán en una escuela rural y creía en la unidad de los docentes. Gastó tizas en medio de cañaverales hasta que se le metieron 120 tizas de plomo de los antieducadores la noche del 24 de marzo.
Esteban trabajaba en la empresa Mercedes Benz. Nunca viajó en uno de esos pero conoció el baúl del Falcon.
Alfredo era docente y sindicalista. Una tarde lo encapucharon y aprendió que el submarino era algo más que una taza de leche caliente con una barrita de chocolate.
La madre de Susana preguntaba si alguien sabía algo sobre su hija. No la encontró. Encontró a otras madres que también querían encontrar a sus hijos. El silencio ominoso las amontonó alrededor de una plaza.
En la confitería Las Violetas unas abuelas se reunían por una doble desaparición, las de sus hijas con hijos en sus panzas.
Azucena fue a la iglesia con las monjas Alice y Leonié sin saber, o quizás sabiendo a pesar de todo, que la salida era la entrada al infierno.
Mientras tanto la editorial el diario La Nación anunciaba que no habían empezado las clases en algunos distritos. Textualmente decía “en Córdoba hubo paros aislados en solidaridad con docentes detenidos secuestrados o desaparecidos”. O “los padres deberán impedir durante el curso lectivo de 1976 que con ningún pretexto sus hijos, sobre los cuales la escuela no tiene derecho absoluto, sean adoctrinados con el objeto de terminar en las filas de la guerrilla”.
Mientras tanto El Dictador decía que el desparecido no está, ni muerto ni vivo. Es un desaparecido.